lunes, 26 de agosto de 2013

Lorenzo Carbonell Muntó, “el más brillante capitán de Regulares”


Las grandes potencias industriales europeas se repartían el mundo en las postrimerías del siglo XIX mientras España perdía, Desastre del 98 mediante, el derecho a llamarse imperio. La historia, como casi siempre, nos cogía a contrapié.
A principios del siglo XX, una vez distribuido lo mejor del banquete africano entre franceses, belgas y británicos, se requirió de la presencia del comensal español. Un tipo exhausto por las tres guerras civiles del XIX y aún conmocionado por la pesadilla de Cuba, pero hambriento de gloria. África suponía recuperar la dignidad nacional, reconciliarse con sus mejores tiempos y volver al auténtico ser de España: el Imperio.
El Rif, 20.000 Km² de montaña y piedras en lo que hoy conocemos como Marruecos, fue la porción de tierra que ofrecían los franceses y que suponía la posibilidad de reverdecer viejos laureles.
Abd-el-Krim
Muy pronto las cábilas del Rif se agruparían bajo el liderazgo del caudillo Abd-el-Krim, produciéndose los primeros encontronazos, casi todos saldados con desastrosos resultados para nuestro mal pertrechado y peor dirigido ejército. La mayor carnicería se produjo en el Barranco del Lobo, cerca de Melilla, en 1909. Los moros, conocedores del terreno y apostados en posiciones elevadas, cazaron a los españoles como a conejos. Mil muertos. La noticia de la tragedia corrió como la pólvora. Prendió en Barcelona. La Ciudad Condal se consumía en un clima político asfixiante donde los movimientos obreros y anarquistas buscaban el momento idóneo para hacer la revolución. La Guerra de África, con levas que afectaron fundamentalmente a los trabajadores, era ése momento. Tres días de protestas, quemas de conventos y enfrentamientos con el ejército que se saldaron con más de cien muertos y una brutal represión. Se le llamó la Semana Trágica y se llevó por delante al Gobierno de Maura.
Al término de la I Guerra Mundial se reanudaron las operaciones contra los rebeldes de Abd-el-Krim, ya con tropas indígenas –Regulares-, a las que se unirían la recién estrenada Legión Española. No obstante lo cual la mayoría de los efectivos seguían procediendo de reclutas forzosas. Gentes por lo general humildes, sin entrenamiento militar, mal alimentados y armados con fusiles obsoletos.

Annual
Es el verano de 1921, después de algunos progresos militares y, sobre todo, sobornando a líderes rifeños, los españoles avanzan. Desde Melilla, se recorren más de 130 Kms en dirección a la bahía de Alhucemas, a través de un interminable desfiladero: Annual.
El Comandante General Fernández Silvestre busca el golpe definitivo que pacifique de una vez por todas el protectorado y le granjeé el reconocimiento y los galones que creía merecer. Fue una acción mal planificada y peor ejecutada que acabaría dejando el episodio del Barranco del Lobo en una infeliz anécdota.
Los indígenas reaccionaron de forma no esperada por la autoridad militar española:
atacaron con desconcertante fiereza a los soldados españoles, que huyeron en desbandada. A la carrera. Desordenadamente, confundidos, aterrorizados, a través de aquél inhóspito desfiladero. La masacre no pudo ser más sencilla para un enemigo que, desde las lomas, disparaba casi sin apuntar. 10.000 cadáveres. Ninguno recibió sepultura. Quedaron momificados. Muchos de ellos aún conservarían el gesto de pánico cuando, cuatro años después, las tropas españolas desembarcaran en Alhucemas.
3.000 españoles renunciaron a llegar a Melilla y pactaron la capitulación con Abd-el-Krim: las armas a cambio de la vida. Los nuestros apilaron sus polvorientos fusiles en una enorme montaña de armas. Luego les cortaron el cuello. A todos. Sobrevivieron sesenta, por los que dos años más tarde se pagaría un millonario rescate.
El desastre provocó una enorme conmoción en una opinión pública contraria a la guerra y harta de mandar jóvenes y recibir muertos. Hubo grandes protestas en el país que reclamaban la salida inmediata del avispero marroquí. La presión social llevó a la formación de una comisión militar de investigación que destapó graves irregularidades, corrupción e ineficacia en el ejército español destinado en África. Mas el expediente no llegó a depurar responsabilidades: el 13 de septiembre de 1923, el Capitán General Miguel Primo de Rivera se rebela contra el gobierno y establece una dictadura militar. Entre sus principales objetivos, sino el principal, acabar con la guerra de la única manera en que sabe hacerlo un militar: ganándola.

El Capitán Carbonell
Capitán Lorenzo Carbonell Muntó
Corre el verano de 1924. Continúa la sangría africana. Un contingente español a cargo del Comandante Puig desembarca en la bahía de Uad Lau, muy próxima a Tetuán. El objetivo es ocupar las alturas de Yebel-Cobbú para, de este modo, cubrir las posiciones españolas, hostigadas permanentemente por los rifeños.
A mediados de agosto ya ondea la enseña nacional en lo más alto de Yebel-Cobbú, pero la posición no está ni mucho menos asegurada. Escaramuzas constantes de un enemigo invisible no permiten bajar ni un segundo la guardia.

Cae la tarde del día 24 de agosto. El joven capitán de las Fuerzas Regulares de Alhucemas nº5, Lorenzo Carbonell Muntó, ordena a la mitad de sus hombres fortificar la posición. La otra mitad, de guardia. Tal es la inseguridad.
El capitán Carbonell, natural de la industriosa ciudad de Alcoy, nació en el año 1894 en el seno de una familia acomodada. Cuarto de nueve hermanos, su vocación castrense le llevó a ingresar, con 19 años, en la Academia de Infantería de Toledo.
De tez morena y ojos negros, brillantes; casi mimetizado con el entorno; sereno el temperamento, “los soldados tienen un cariño tan grande por su capitán, que se matan antes que él tuviera un mínimo incidente”.
El sol agoniza a lo lejos. El cielo es ya completamente rojo, preludio fatal de la sangre que iba a verterse. Los soldados, afanosos en las labores de parapeto, no reparan en que, a escasos veinte metros, doscientos moros avanzan entre el espesísimo monte bajo. Sigilosos y fríos como culebras. Pacientes. Diez metros les separan ya de los nuestros cuando se escucha, más que un grito, un rugido estremecedor. Es la señal. Los moros se yerguen. Muchos de los nuestros nunca supieron que ocurrió, murieron antes. Un aguacero cruel de granadas de mano iluminaba todo el sector de Uad-Lau. La vida se va a fogonazos. Los cuerpos vuelan por los aires y caen, como fardos, para no volverse a levantar. Amputados deambulan intentando, penosamente, recuperar la orientación. No hay honor en esto. Las piedras sustituyen a los explosivos en una suerte de plaga Bíblica que, a base de violentísimos golpes secos, se llevan a los españoles. Desconcierto. Entre gritos, que más que de dolor parecen de pena, un soldado llama a su madre. El lamento cesa de un disparo. Los que pueden correr, corren. El resto, se arrastra. Un primitivo instinto de supervivencia les grita que huyan, les grita que vivan.
Cuando la posición parece irremediablemente perdida, una voz estruendosa, rotunda, se eleva por encima de las demás: “¡Al parapeto y a ellos!”. El griterío ininteligible cesa por un segundo. “Con una serenidad pasmosa y un desprecio a la vida incalculable” aparece la figura del Capitán Carbonell que, pistola en mano, avanza entre el caos. Sin desviar la mirada del enemigo, y sin parar de disparar, va levantando españoles del suelo, “¡arriba!”. Se mantiene imperturbable entre el silbido de las balas. Actúa como si controlara la enloquecida situación. La escena es esperpéntica. “¡Vamos!”, “¡a ellos!”. El Capitán acaba por contagiar su grotesca seguridad. Algunos que marchaban presa del pánico, vuelven. Otros buscan munición por los suelos, con las manos temblorosas. Carbonell recibe un disparo en el pecho que le hace retroceder varios metros, pero no cae al suelo. Esa bala rifeña acaba de obrar el milagro: los soldados de España recuperan súbitamente la moral. Ya no importa morir. O ellos o nosotros. Son leones. Y se lanzan al combate cuerpo a cuerpo. El desconcierto cambia de bando. Carbonell es de nuevo herido, esta vez en el brazo. Ha perdido su arma, ya sólo da órdenes. Se agarra la herida. Algunos de los suyos abandonan el combate para socorrerle. Los rechaza: “¡Adelante!”. Parece inmortal. Su abnegación ilumina a los suyos que, si están vivos, están combatiendo. Se ha contenido al enemigo. La lucha es salvaje, casi medieval. La pólvora deja paso al frío acero. Machetazos, y que el diablo reconozca a los suyos. Moros, Cristianos, alaridos, metales punzantes. Covadonga o Las Navas de Tolosa no debieron ser muy diferentes a esto.
“¡Viva España!”. Es el Capitán, pero esta vez su voz suena diferente, lánguida. Acaba de ser alcanzado por tercera vez, ahora en el estómago. Una herida abierta, mortal de necesidad. Él mismo “se contiene los intestinos”. Se niega a ser evacuado hasta que no se haya restablecido por completo la situación.
Amaina el combate. El suelo caliente de Marruecos no da abasto para absorber tanta sangre. Cuerpos humeantes, algunos aún gimientes, piden agua. A los pocos minutos ya sólo se oyen grillos. Las almas parten en silencio, hacia las estrellas.
Se ha defendido la posición, se ha rechazado al enemigo. La tierra africana se abrirá para abrazar los despojos de treinta y cinco españoles. Cien muertos pone el Rif.
Amanece. El héroe agoniza en un improvisado hospital de campaña. Pierde y recupera la consciencia en un estado de agradable duermevela. En su ya onírica realidad abraza y se despide de sus hijos Lorenzo y Pilar, de su esposa Pilar, de sus padres Rafael e Irene, de sus hermanos. La voz del Teniente Coronel Temprano le devuelve, bruscamente, al dolor de su cuerpo: “Eres un héroe”. Pero Carbonell ya no oye, sólo sonríe: “Me considero feliz si mi sacrificio ha sido útil a la Patria”. El Teniente Coronel le cierra suavemente los ojos. Ya es libre. Sobrevuela la verde y frondosa montaña alcoyana, su infancia y sus recuerdos.
Surca el cielo africano una estrella fugaz.

Sin una calle en su honor (Despiece 1)
El Capitán Lorenzo Carbonell Muntó fue ascendido a Comandante por el propio Alfonso XIII y le fue concedida, a título póstumo, la más alta condecoración militar, la Cruz Laureada de San Fernando. El juicio para su concesión se refiere a Carbonell como “el más brillante capitán de Regulares de Alhucemas”.
El aún Teniente Coronel Francisco Franco bautizó con su nombre las lomas de Yebel-Cobbú. También el callejero de su ciudad natal, Alcoy, honró durante algunos años al héroe que unió para siempre el nombre de Alcoy al de la exigua relación de laureados. En el año 1989, el Ayuntamiento, en manos del partidos socialista, cambió la denominación de la calle. Hoy no existe plaza, parque o monolito que honre su memoria.

La Cruz Laureada de San Fernando (Despiece 2)
Cruz Laureada de San Fernando
Instituida en 1911 por las Cortes de Cádiz para “honrar el valor heroico en servicio y beneficio de España”, se trata de la máxima condecoración militar que se puede obtener en España. El reglamento para otorgarla (sea con carácter individual o colectivo) está considerado el más estricto del mundo, pues, al contrario que otras condecoraciones extranjeras similares, se basa en un juicio contradictorio que otras órdenes no reconocen. Su artículo 13 señala que sólo puede concederse si esta probado el valor heroico y extraordinario en combate, entendido como tal la “virtud sublime que, con relevante esfuerzo de la voluntad, induce a acometer excepcionales acciones, hechos o servicios militares (…) con inminente riesgo de la propia vida y siempre en servicio de la Patria o de la paz y seguridad”.
El reglamento, que se actualiza regularmente, fue revisado por última vez en 2001. En el pasado era aún más estricto, pues condicionaba su concesión a producirse en estado de guerra y a que, caso de que la condecoración fuese colectiva, se produjeran más de un tercio de muertos en la acción.
En 2012 se otorgó la Laureada Colectiva -la primera desde 1943- al Regimiento de Alcántara, cuyos miembros se sacrificaron para cubrir la retirada de sus compañeros en Annual. La última Cruz Laureada individual se concedió en 1973 al capitán Jaime Galiano por el valor demostrado en el combate de Sitno, Rusia, en la Segunda Guerra Mundial, donde perdió la vida.
En total, desde su instauración a principios del siglo XIX, se han otorgado 1.709 Laureadas individuales y 150 colectivas.


Artículo publicado simultáneamente en "La Gaceta" (suplemento de historia "Ayer") y el diario local de Alcoy "El nostre periòdic" el día 17 de agosto de 2013.

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