Las grandes potencias industriales europeas se repartían el
mundo en las postrimerías del siglo XIX mientras España perdía, Desastre del 98
mediante, el derecho a llamarse imperio. La historia, como casi siempre, nos
cogía a contrapié.
A principios del siglo XX, una vez distribuido lo mejor del banquete
africano entre franceses, belgas y británicos, se requirió de la presencia del
comensal español. Un tipo exhausto por las tres guerras civiles del XIX y aún
conmocionado por la pesadilla de Cuba, pero hambriento de gloria. África
suponía recuperar la dignidad nacional, reconciliarse con sus mejores tiempos y
volver al auténtico ser de España: el Imperio.
El Rif, 20.000 Km² de montaña y piedras en lo que hoy conocemos como Marruecos, fue la
porción de tierra que ofrecían los franceses y que suponía la
posibilidad de reverdecer viejos laureles.
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Abd-el-Krim |
Muy pronto las cábilas
del Rif se agruparían bajo el liderazgo del caudillo Abd-el-Krim, produciéndose los primeros encontronazos, casi todos
saldados con desastrosos resultados para nuestro mal pertrechado y peor
dirigido ejército. La mayor carnicería se produjo en el Barranco del Lobo,
cerca de Melilla, en 1909. Los moros, conocedores del terreno y apostados en
posiciones elevadas, cazaron a los españoles como a conejos. Mil muertos. La
noticia de la tragedia corrió como la pólvora. Prendió en Barcelona. La Ciudad Condal
se consumía en un clima político asfixiante donde los movimientos obreros y
anarquistas buscaban el momento idóneo para hacer la revolución. La Guerra de
África, con levas que afectaron fundamentalmente a los trabajadores, era ése
momento. Tres días de protestas,
quemas de conventos y enfrentamientos con el ejército que se saldaron con más
de cien muertos y una brutal represión. Se le llamó la Semana Trágica y se
llevó por delante al Gobierno de Maura.
Al término de la I
Guerra Mundial se reanudaron las operaciones contra los rebeldes de Abd-el-Krim, ya con tropas indígenas –Regulares-,
a las que se unirían la recién estrenada Legión Española. No obstante lo cual
la mayoría de los efectivos seguían
procediendo de reclutas forzosas. Gentes por lo general humildes, sin
entrenamiento militar, mal alimentados y armados con fusiles obsoletos.
Annual
Es el verano de 1921, después de algunos progresos militares
y, sobre todo, sobornando a líderes rifeños, los españoles avanzan. Desde
Melilla, se recorren más de 130 Kms en dirección a la bahía de Alhucemas, a
través de un interminable desfiladero: Annual.
El Comandante General Fernández Silvestre busca el golpe
definitivo que pacifique de una vez por todas el protectorado y le granjeé el
reconocimiento y los galones que creía merecer. Fue una acción mal planificada
y peor ejecutada que acabaría dejando el episodio del Barranco del Lobo en una
infeliz anécdota.
Los indígenas reaccionaron
de forma no esperada por la autoridad militar española:
atacaron con
desconcertante fiereza a los soldados españoles, que huyeron en desbandada. A
la carrera. Desordenadamente, confundidos, aterrorizados, a través de aquél
inhóspito desfiladero. La masacre no pudo ser más sencilla para un enemigo que,
desde las lomas, disparaba casi sin apuntar. 10.000 cadáveres. Ninguno recibió
sepultura. Quedaron momificados. Muchos de ellos aún conservarían el gesto de
pánico cuando, cuatro años después, las tropas españolas desembarcaran en
Alhucemas.
3.000 españoles
renunciaron a llegar a Melilla y pactaron la capitulación con Abd-el-Krim: las armas a cambio de la
vida. Los nuestros apilaron sus polvorientos fusiles en una enorme montaña de
armas. Luego les cortaron el cuello. A todos. Sobrevivieron sesenta, por los
que dos años más tarde se pagaría un millonario rescate.
El desastre provocó una enorme conmoción en una opinión pública
contraria a la guerra y harta de mandar jóvenes y recibir muertos. Hubo grandes
protestas en el país que reclamaban la salida inmediata del avispero marroquí.
La presión social llevó a la formación de una comisión militar de investigación
que destapó graves irregularidades, corrupción e ineficacia en el ejército
español destinado en África. Mas el expediente no llegó a depurar responsabilidades:
el 13 de septiembre de 1923, el Capitán General Miguel Primo de Rivera se
rebela contra el gobierno y establece una dictadura militar. Entre sus
principales objetivos, sino el principal, acabar con la guerra de la única
manera en que sabe hacerlo un militar: ganándola.
El Capitán Carbonell
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Capitán Lorenzo Carbonell Muntó |
Corre el verano de 1924. Continúa la sangría africana. Un
contingente español a cargo del Comandante Puig desembarca en la bahía de Uad Lau, muy próxima a Tetuán. El
objetivo es ocupar las alturas de Yebel-Cobbú
para, de este modo, cubrir las posiciones españolas, hostigadas permanentemente
por los rifeños.
A mediados de agosto ya ondea la enseña nacional en lo más
alto de Yebel-Cobbú, pero la posición
no está ni mucho menos asegurada. Escaramuzas constantes de un enemigo
invisible no permiten bajar ni un segundo la guardia.
Cae la tarde del día 24 de agosto. El joven capitán de las
Fuerzas Regulares de Alhucemas nº5, Lorenzo Carbonell Muntó, ordena a la mitad
de sus hombres fortificar la posición. La otra mitad, de guardia. Tal es la
inseguridad.
El capitán Carbonell, natural de la industriosa ciudad de
Alcoy, nació en el año 1894 en el seno de una familia acomodada. Cuarto de
nueve hermanos, su vocación castrense le llevó a ingresar, con 19 años, en la
Academia de Infantería de Toledo.
De tez morena y ojos negros, brillantes; casi mimetizado con
el entorno; sereno el temperamento, “los
soldados tienen un cariño tan grande por su capitán, que se matan antes que él
tuviera un mínimo incidente”.
El sol agoniza a lo lejos. El cielo es ya completamente
rojo, preludio fatal de la sangre que iba a verterse. Los soldados, afanosos en
las labores de parapeto, no reparan en que, a escasos veinte metros, doscientos
moros avanzan entre el espesísimo monte bajo. Sigilosos y fríos como culebras. Pacientes.
Diez metros les separan ya de los nuestros cuando se escucha, más que un grito,
un rugido estremecedor. Es la señal. Los moros se yerguen. Muchos de los
nuestros nunca supieron que ocurrió, murieron antes. Un aguacero cruel de
granadas de mano iluminaba todo el sector de Uad-Lau. La vida se va a fogonazos. Los cuerpos vuelan por los aires
y caen, como fardos, para no volverse a levantar. Amputados deambulan
intentando, penosamente, recuperar la orientación. No hay honor en esto. Las
piedras sustituyen a los explosivos en una suerte de plaga Bíblica que, a base
de violentísimos golpes secos, se llevan a los españoles. Desconcierto. Entre
gritos, que más que de dolor parecen de pena, un soldado llama a su madre. El
lamento cesa de un disparo. Los que pueden correr, corren. El resto, se
arrastra. Un primitivo instinto de supervivencia les grita que huyan, les grita
que vivan.
Cuando la posición parece irremediablemente perdida, una voz
estruendosa, rotunda, se eleva por encima de las demás: “¡Al parapeto y a ellos!”. El griterío ininteligible cesa por un
segundo. “Con una serenidad pasmosa y un
desprecio a la vida incalculable” aparece la figura del Capitán Carbonell
que, pistola en mano, avanza entre el caos. Sin desviar la mirada del enemigo,
y sin parar de disparar, va levantando españoles del suelo, “¡arriba!”. Se mantiene imperturbable entre
el silbido de las balas. Actúa como si controlara la enloquecida situación. La
escena es esperpéntica. “¡Vamos!”, “¡a ellos!”. El Capitán acaba por
contagiar su grotesca seguridad. Algunos que marchaban presa del pánico,
vuelven. Otros buscan munición por los suelos, con las manos temblorosas. Carbonell
recibe un disparo en el pecho que le hace retroceder varios metros, pero no cae
al suelo. Esa bala rifeña acaba de obrar el milagro: los soldados de España
recuperan súbitamente la moral. Ya no importa morir. O ellos o nosotros. Son
leones. Y se lanzan al combate cuerpo a cuerpo. El desconcierto cambia de
bando. Carbonell es de nuevo herido, esta vez en el brazo. Ha perdido su arma, ya
sólo da órdenes. Se agarra la herida. Algunos de los suyos abandonan el combate
para socorrerle. Los rechaza: “¡Adelante!”.
Parece inmortal. Su abnegación ilumina a los suyos que, si están vivos, están
combatiendo. Se ha contenido al enemigo. La lucha es salvaje, casi medieval. La
pólvora deja paso al frío acero. Machetazos, y que el diablo reconozca a los
suyos. Moros, Cristianos, alaridos, metales punzantes. Covadonga o Las Navas de
Tolosa no debieron ser muy diferentes a esto.
“¡Viva España!”.
Es el Capitán, pero esta vez su voz suena diferente, lánguida. Acaba de ser alcanzado
por tercera vez, ahora en el estómago. Una herida abierta, mortal de necesidad.
Él mismo “se contiene los intestinos”.
Se niega a ser evacuado hasta que no se haya restablecido por completo la
situación.
Amaina el combate. El suelo caliente de Marruecos no da
abasto para absorber tanta sangre. Cuerpos humeantes, algunos aún gimientes,
piden agua. A los pocos minutos ya sólo se oyen grillos. Las almas parten en
silencio, hacia las estrellas.
Se ha defendido la posición, se ha rechazado al enemigo. La
tierra africana se abrirá para abrazar los despojos de treinta y cinco
españoles. Cien muertos pone el Rif.
Amanece. El héroe agoniza en un improvisado hospital de
campaña. Pierde y recupera la consciencia en un estado de agradable duermevela.
En su ya onírica realidad abraza y se despide de sus hijos Lorenzo y Pilar, de
su esposa Pilar, de sus padres Rafael e Irene, de sus hermanos. La voz del
Teniente Coronel Temprano le devuelve, bruscamente, al dolor de su cuerpo: “Eres un héroe”. Pero Carbonell ya no
oye, sólo sonríe: “Me considero feliz si
mi sacrificio ha sido útil a la Patria”. El Teniente Coronel le cierra
suavemente los ojos. Ya es libre. Sobrevuela la verde y frondosa montaña
alcoyana, su infancia y sus recuerdos.
Surca el cielo africano una estrella fugaz.
Sin una calle en su honor (Despiece 1)
El Capitán Lorenzo Carbonell Muntó fue ascendido a
Comandante por el propio Alfonso XIII y le fue concedida, a título póstumo, la
más alta condecoración militar, la Cruz Laureada de San Fernando. El juicio para
su concesión se refiere a Carbonell como “el
más brillante capitán de Regulares de Alhucemas”.
El aún Teniente Coronel Francisco Franco bautizó con su
nombre las lomas de Yebel-Cobbú.
También el callejero de su ciudad natal, Alcoy, honró durante algunos años al
héroe que unió para siempre el nombre de Alcoy al de la exigua relación de
laureados. En el año 1989, el Ayuntamiento, en manos del partidos socialista,
cambió la denominación de la calle. Hoy no existe plaza, parque o monolito que
honre su memoria.
La Cruz Laureada
de San Fernando (Despiece 2)
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Cruz Laureada de San Fernando |
Instituida en 1911 por las Cortes de Cádiz para “honrar el
valor heroico en servicio y beneficio de España”, se trata de la máxima
condecoración militar que se puede obtener en España. El reglamento para
otorgarla (sea con carácter individual o colectivo) está considerado el más
estricto del mundo, pues, al contrario que otras condecoraciones extranjeras
similares, se basa en un juicio contradictorio que otras órdenes no reconocen.
Su artículo 13 señala que sólo puede concederse si esta probado el valor
heroico y extraordinario en combate, entendido como tal la “virtud sublime que,
con relevante esfuerzo de la voluntad, induce a acometer excepcionales
acciones, hechos o servicios militares (…) con inminente riesgo de la propia vida
y siempre en servicio de la Patria o de la paz y seguridad”.
El reglamento, que se actualiza regularmente, fue revisado
por última vez en 2001. En el pasado era aún más estricto, pues condicionaba su
concesión a producirse en estado de guerra y a que, caso de que la
condecoración fuese colectiva, se produjeran más de un tercio de muertos en la
acción.
En 2012 se otorgó la Laureada Colectiva -la primera desde 1943- al Regimiento
de Alcántara, cuyos miembros se sacrificaron para cubrir la retirada de sus compañeros
en Annual. La última Cruz Laureada individual se concedió en 1973 al capitán
Jaime Galiano por el valor demostrado en el combate de Sitno, Rusia, en la
Segunda Guerra Mundial, donde perdió la vida.
En total, desde su instauración a principios del siglo XIX,
se han otorgado 1.709 Laureadas individuales y 150 colectivas.
Artículo publicado simultáneamente en "La Gaceta" (suplemento de historia "Ayer") y el diario local de Alcoy "El nostre periòdic" el día 17 de agosto de 2013.